1 may 2013

Sólo un trozo de dolor

Creo que la última vez que ofrecí mi corazón a un ser fui estafado completamente, hechizado por el olor particular de piel de verano y aroma a felicidad. Esa vez me sentí llevado por el corazón así como lleva el agua de una corriente a las hojas de otoño que se suicidan del árbol. Nunca pude ver el puñal que se asía lentamente frente a mi por el trance que me había producido el impostor roce de amor. Así como cortan el cielo las aves, se cortó todo vínculo, toda naif idea de prosperidad, todo quedó reducido a cenizas esa tarde en un café.
Ella airosa entró sin mirar a nadie, como si entrara a un campo de batalla, destinada a destrozar mi mente cual copa en caída. Sus ojos estaban apagados, fríos, su boca era otro trozo de hielo, asentada en una mezcla de expresiones de incomodidad y odio. Se sentó sin presentaciones y anudó sus manos en una pelea patrocinada por la ansiedad. Toda su presencia altanera cayó como un muro al sentarse en esa silla, dejándola al desnudo, débil e indefensa frente a mi.
Yo, consciente, asustado, me di cuenta de qué era lo que pasaba, y mi expresión de estúpido amor que ponía cada vez que la veía se transformó en la combinación de horror, estupor y amargura. El tiempo se detuvo lentamente, los sonidos se silenciaron, el espacio se oscureció o pareció perderse de la escena, sólo quedamos allí nosotros dos sentados en esa pequeña mesa.
Ella me miró, tragó saliva y su ansiedad pareció contracturarle el cuerpo. No pudo hablar, ni siquiera tartamudear. Abrió la boca, y volvió a cerrarla lentamente como si se tratara de timidez adolescente.
No hicieron falta las palabras en verdad, jamás lo habían hecho. Terminé mi café, tomé mi sombrero, la observé por última vez recordando todo el amor que había existido y fluído entre nosotros, y caminé hacia la puerta, sintiendo a cada paso como se resquebrajaba mi alma y estrujaba mi corazón...